Una de las cuestiones que más polémica ha generado en torno al anteproyecto de Ley de Calidad de la Enseñanza planteado recientemente por el Ministerio de Educación es la intención de volver a separar a los alumnos en función de su rendimiento en itinerarios formativos de distinta categoría académica desde los catorce, e incluso desde los doce años.
Los responsables ministeriales han justificado esta medida en la dificultad que encuentran muchos docentes para dar una respuesta educativa adecuada a alumnos con una gran variedad de capacidades, ritmos de aprendizaje y niveles de motivación que en la actualidad se encuentran integrados en una misma clase, así como en la suposición de que, en tales circunstancias, los más lentos perjudican el progreso de los más aventajados.
Efectivamente, la actual ley educativa -la LOGSE- trajo consigo un modelo escolar de carácter integrador que prolongaba la enseñanza básica y obligatoria dos años más dentro de un régimen de enseñanza común para todos los alumnos hasta la edad de dieciséis años. Este hecho, unido a los cambios experimentados por la sociedad española en la última década ha incrementado notablemente la heterogeneidad del alumnado que se mezcla en la escuela. La creciente diversidad no es más que el reflejo de las diferencias que existen en la sociedad, pero ha hecho más compleja la labor educativa. Quizá por ello, muchos profesores piensen que es mejor y más eficaz dar clase a un grupo homogéneo de alumnos.
Pero desde otro punto de vista se considera que, aunque este tipo de modelos -llamados también comprensivos- generan algunas dificultades en su aplicación, resultan más apropiados para asegurar unas mismas oportunidades de acceso a la cultura y una mínima cohesión social que aquellos otros sistemas escolares que separan prematuramente a los estudiantes en vías de formación diferenciadas por su valor académico. Estudios realizados por organismos internacionales como la OCDE comparando la situación en distintos países demuestran que resulta posible lograr altos niveles de formación para el conjunto de la población escolar a través de un sistema educativo integrador como el vigente en la actualidad cuando se ponen los medios necesarios para llevar a cabo una enseñanza adaptada la las diferencias individuales que se producen dentro del aula. En cambio, los sistemas selectivos que separan prematuramente a los alumnos en vías formativas diferenciadas no conllevan necesariamente un aumento de los niveles y sí de las desigualdades por razón del origen social.
Los itinerarios de los que habla el documento del MECD no son una idea nueva en la historia educativa de nuestro país ni en el panorama escolar internacional y sus efectos han sido ampliamente estudiados en multitud de investigaciones. Por ello, sabemos que dividir a los alumnos en itinerarios formativos de distinto valor en función de su rendimiento académico a una edad en la que aún no están preparados para tomar una decisión tan difícil ocasiona que sean los estudiantes en situación de desventaja por razón de su origen social o de condiciones personales de discapacidad los que, con mayor probabilidad, se vean asignados a grupos de refuerzo, aulas especiales o grupos de repetidores en los que se ven prematuramente privados de las mejores oportunidades de formación.
Uno de los motivos de la ineficacia de esta medida para mejorar el rendimiento de los alumnos más lentos a la hora de aprender se encuentra en el hecho de que al profesor le resulta mucho más difícil prestar a estos alumnos la ayuda individualizada que necesitan para superar sus carencias, debido a que son muchos los que requieren al mismo tiempo su atención personalizada tanto dentro como fuera del aula.
En segundo lugar, la separación de los alumnos con menor ritmo de aprendizaje no trae consigo necesariamente un enfoque adaptativo de la enseñanza que tenga en cuenta las necesidades educativas de cada aprendiz. En muchos casos, se siguen ofreciendo de hecho formas de enseñanza uniformizadoras como la clase magistral que imponen un ritmo común para todos los alumnos y que siguen olvidando a los extremos dentro de un grupo nunca del todo homogéneo.
En tercer término, aunque existan algunas experiencias documentadas que en circunstancias excepcionales han resultado positivas para los alumnos menos aventajados, otras muchas evidencias muestran que resulta muy probable que los profesores encargados de enseñar a estos alumnos con mayores dificultades de aprendizaje acaben siendo, paradójicamente, aquellos con menor experiencia y formación. Y es que, a pesar de que muchos profesores manifiesten una opinión favorable a estas formas de agrupamiento del alumnado, son muchos menos los dispuestos a hacerse cargo de los grupos en los que se encuentran los alumnos de menor nivel.
La asignación a un determinado nivel afecta también a las expectativas que los profesores tienen sobre el éxito de sus alumnos. De los niños de quienes se piensa que son inteligentes y aplicados se espera que tengan éxito y, normalmente, se suele confirmar esta expectativa. De modo similar, de los alumnos de quienes se piensa que son «torpes» y que carecen de motivación se espera con la misma seguridad que acaben por fracasar. El agrupamiento de los alumnos en función de sus notas termina generando así grupos de estudiantes a los que se les envía a un camino sin retorno que reduce significativamente sus posibilidades de futuro.
Pero la separación de los alumnos en función de su expediente académico no sólo resulta ineficaz para combatir el fracaso escolar, sino que produce además otro tipo de efectos secundarios poco deseables. Sabemos, por ejemplo, que aquellos centros educativos que siguen este criterio de agrupamiento observan por lo común en sus alumnos un mayor grado de conflictividad, tanto dentro de los grupos de menor nivel como entre los miembros de éstos y el resto de los alumnos, cuando los primeros se ven discriminados, minusvalorados o etiquetados.
Otras consecuencia que puede tener el establecimiento de este tipo de itinerarios es el abandono de las medidas educativas encaminadas a la compensación de las desigualdades y, en general, de todas aquellas destinadas a prevenir las dificultades de aprendizaje, ya que el agrupamiento por niveles se constituye en la única medida para atender a la diversidad capacidades y de ritmos de aprendizaje que existe entre los alumnos. Dado que se parte de la concepción de que es el alumno quien debe adaptarse a lo que la escuela le ofrece eligiendo el itinerario más adecuado a sus capacidades, resulta más difícil que los centros de educativos tomen conciencia de que también es necesario adaptar la enseñanza al alumnado que acogen y que hagan un esfuerzo por planificar las oportunas medidas de atención a la diversidad en sus proyectos docentes.
Por ello, es frecuente que en los grupos de inferior nivel académico se concentren, junto con aquellos que parten de una situación inicial de desventaja socioeducativa (alumnos con discapacidad, jóvenes inmigrantes o pertenecientes a minorías étnicas, etc.) otros a los que simplemente les ha faltado en algún momento de su vida escolar el tipo o la cantidad de ayuda pedagógica que habrían necesitado para progresar al ritmo de los demás.
En definitiva, podríamos afirmar que los itinerarios educativos, tal y como se conciben en el anteproyecto de ley de Calidad de la Enseñanza, son incompatibles con un tipo de escuela que quiera ofrecer calidad para todos en condiciones de igualdad y que pretenda formar a nuestros jóvenes en los valores de la solidaridad y la justicia social, puesto que separan y segregan a los alumnos buscando el éxito de unos a costa de la discriminación de otros.